2º A Y 2º B: CLASE DEL 15 DE MAYO DE 2020
¡Buenos días!
Hoy vamos a terminar con la lectura de El Cid. El pasado miércoles leímos uno de los capítulos más famosos de este cantar, La afrenta de Corpes. En él vimos cómo los infantes de Carrión, don Diego y don Fernando, agredían a las hijas del Cid (Elvira y Sol). Éstas tuvieron que volver con su padre a Valencia y la reacción del Cid no se hizo esperar.
Hoy vamos a ver un poco la venganza (os voy a poner lo más importante del capítulo) y con ello damos por terminado su lectura. Nos ayudará a ver esa importancia de la honra y el honor de la sociedad medieval, especialmente en los caballeros. Recordad que tenéis que elaborar el trabajo para, como muy tarde, el 31 de mayo. Si tenéis alguna duda, de todas formas, escribidme sin problema.
LA VENGANZA DEL CID
- ¡Señor, el Cid ha sido avistado a una legua de aquí! - exclamó uno de los centinelas, irrumpiendo en el salón del trono.
- ¡Y viene con una tropa de hombres fuertemente armados! - añadió otro soldado.
- ¡Por fin! - exclamó don Alfonso con alivio - ¡Vayamos a recibirlo!
Y al instante dio órdenes para que formaran varios escuadrones y salió al encuentro del Campeador.
El rey cabalgaba con sentimientos encontrados de disgusto y alegría. Informado del ultraje perpetrado a las hijas del Cid, había decidido convocar cortes extraordinarias en la ciudad de Toledo para reparar el honor del Campeador, pese a los muchos inconvenientes que opusieron los de Carrión. Las cortes debían celebrarse al cabo de siete semanas, pero don Rodrigo llegaba con cinco días de retraso y rodeado de mucha gente armada. ¿Desconfiaba el Cid de que don Alfonso fuera a hacer justicia? Con semejante despliegue de fuerzas, ¿pretendía amedrentar a los infantes de Carrión? ¿O quizás al rey mismo? El soberano salió de dudas cuando vio que el Cid se acercaba y se tendía en el suelo en señal de acatamiento:
- ¡Por san Isidoro, levantaos y dadme un abrazo, don Rodrigo! - exclamó el rey -. No podéis imaginaros cuánto me pesa vuestra desgracia!
El Cid se incorporó, besó la mano del rey y dijo:
- Os agradezco profundamente vuestra decisión de convocar cortes. Y agradezco asimismo la presencia de tantos nobles como se han dignado asistir a ellas. Mi esposa y mis hijas, señor, se ponen en vuestras manos para que seáis valedores de su causa.
- A fe que será así don Rodrigo.
[...] Ya en las Cortes de Toledo:
- ¡Escuchadme todos! - dijo don Alfonso -. He convocado estas cortes para ofrecerle una justa reparación a mi amado don Rodrigo, que ha sido vilmente deshonrado. Nombro árbitro de este pleito a los condes Enrique y don Ramón, pues ellos no pertenecen a ninguno de los bandos contendientes. Y juro por san Isidoro que quien promueva algún altercado en estas cortes será expulsado de mi reino.
En aquel momento los dos infantes entraron en la sala. Las dos grandes espadas que llevaban al cinto, Tizona y Colada, dificultaban sus movimientos. Sus ojos parecían a punto de escapar de las órbitas y sus mejillas estaban enrojecidas. Sin dirigirles una sola mirada, el Cid tomó la palabra:
- Os agradezco de todo corazón vuestras palabras, señor. Nadie ignora que los infantes abandonaron a mis hijas, sus esposas, en el robledo de Corpes. Pero fuisteis vos, señor, quien las casasteis, y el afrentado es por ello vuestra majestad, no yo. Sé que conocéis todos los detalles de gran batalla que libramos en Valencia contra el rey Búcar. En ella participaron los infantes y, según me dijeron, combatieron con valor. Por ese motivo, en cuanto Diego y Fernando me manifestaron su deseo de regresar a la corte, me apresuré a regalarles mis espadas Tizona y Colada, que gané en buena lid, para que os sirviesen a vos, y no para traicionarme. Pero los infantes maltrataron y abandonaron a mis hijas, de manera que han dejado de ser mis yernos. Exijo, por tanto, que esas espadas me sean restituidas.
Don Fernando y don Diego se cruzaron unas palabras y al instante sacaron las espadas de sus vainas.
- No hay inconveniente alguno - dijo don Fernando.
- Si tanto añora sus espadas y ésa es toda su demanda, con gusto se las devolveremos - declaró don Diego.
Sin embargo, los infantes no se atrevían a acercarse al Campeador para entregarle las brillantes espadas, cuyos espléndidos reflejos maravillaron a la corte. Por su parte, ni don Rodrigo ni los suyos se acercaron a tomarlas. El ambiente era extremadamente tenso, hasta que el rey se volvió a su canciller y le susurró algo al oído. Entonces éste descendió las gradas del trono y, acercándose a Diego y a Fernando, les cogió las espadas y se las entregó a don Rodrigo. El Cid Campeador las contempló un momento con un brillo en la mirada que les erizó la piel a los infantes.
- Tomad, Martín - dijo el Cid volviéndose hacia Martín Antolínez -; Colada estará desde ahora en buenas manos. Y Tizona en las vuestras, Pedro - y le entregó la espada a Pedro Bermúdez.
Un rumor de comentarios se extendió entre los cortesanos, y los infantes aprovecharon la ocasión para dirigirse con sigilo hacia la puerta. En ese instante el Cid exclamó:
- ¡Un momento, señores, aún no hemos terminado!
Los infantes se miraron extrañados. Pensaban que con la devolución de las espadas había concluido el pleito. [...]
- Los nobles infantes se llevaron mucho más que mis espadas y mis tres mil marcos. También se llevaron consigo a mis hijas, sus mujeres.
Como las campánulas rojas que de pronto yerguen sus cabezas para permitir a los cálidos vientos que se lleven su semilla, el Cid pareció crecer en estatura. Su voz cobró una resonancia metálica y se hizo cada vez más rápida y alta.
- Se llevaron a doña Sol y doña Elvira y, a mitad de camino, en un bosque plagado de bestias salvajes, las desnudaron y las golpearon con cintos y las patearon con sus toscas botas y con sus agudas espuelas hasta darlas por muertas. Por eso busco su sangre en el campo del honor y no me iré de aquí con una gota menos de la que busco. Mis hijas tiene cicatrices en el cuerpo y en el corazón. Mi señor don Alfonso, rey de Castilla y de León, pongo mi demanda a vuestros pies.
- ¡Recibieron el trato que merecían! - exclamó una voz.
Era el conde García Ordóñez. Avanzó desde el fondo de la sala con una vestimenta púrpura y negra.
- Mis sobrinos me han hablado acerca de esas novias suyas, majestad, y me pregunto por qué consentiríais tales matrimonios. Debía haberme dado cuenta de que la semilla de las ortigas solo puede engendrar malas hierbas. Señores, no os dejéis engañar por esas dos mujeres de la estirpe de Jezabel ni por su padre, que desciende de un vulgar labriego. Devolvedlas al lugar de donde vienen: a sus amantes morunos, a sus oraciones paganas y a las magias que practican en sus camas de encaje y seda roja. Cuando mis pobres sobrinos descubrieron la verdadera naturaleza de sus esposas, comprendieron que habían sido engañados y cabalgaron hasta mi casa con lágrimas en los ojos y unas pocas y misérrimas baratijas. Dejaron a sus esposas para no verse manchados por los pecados de esas mujeres libertinas. ¡Fue una demostración de honorabilidad! Mi prestigio familiar se ha acrecentado con su actitud. ¡Solo pudieron dominar a aquellas diablesas por la fuerza, y por eso usaron sus espuelas para devolverlas al infierno del que sin duda proceden! [...]
- ¡Conde, sois tan cobarde, mentiroso y deslenguado como vuestros despreciables sobrinos! - exclamó Pedro Bermúdez - ¡Los infantes son la vergüenza de la aristocracia castellana!
- ¡Deberíais haberlos visto en la batalla contra Búcar! - terció Martín Antolínez -: ¡muertos de miedo, huían como liebres! ¡De no haber sido por nuestra protección ya no sonaría su nombre sobre la faz de la tierra!
[...]
La voz del Cid se alzó de pronto, profunda y solemne como el tañido de una campana:
- Decid, ¿qué mal os hice, infantes de Carrión? Si en algo os ofendí, aquí os repararé el daño a juicio de la corte. ¿Por qué teníais que arrancarme las telas del corazón? Si ya no queríais a mis hijas, perros traidores, ¿por qué las apartasteis de su familia y las sacasteis de sus posesiones? ¡Por cuanto les hicisteis menos valéis! Así lo habréis de reconocer cuando os venza en el campo del honor. ¡Por eso os reto como a alevosos e infames!
La habitación se estremecía en silencio. En ese momento entró en la sala de audiencias el hermano mayor de los infantes, Asur González, con andares de borracho y arrastrando su manto de armiño. El conde Ordóñez le hizo un gesto para que se reuniera con sus hermanos, se acercó al rey y le susurró al oído:
- ¡Pensad en el gran deshonor que supondría para los infantes luchar contra un campesino bastardo!
Los labios de don Alfonso se movieron como para responderle cuando de repente se oyó el sonido metálico de una trompeta. Con el susurro apagado de una tienda de campaña al caer, todos los que se hallaban en la sala forzaron una reverencia o se hincaron sobre sus rodillas. Los príncipes de Navarra y Aragón acababan de entrar en la sala, sin ninguna ceremonia ni alarde alguno de grandeza.
- Tenéis que perdonarme, primo - le dijo al rey el joven heredero de Navarra -. Mi hermano y yo nos hemos atrevido a observar vuestro proceder desde la galería de los músicos. A los dos nos agradaría que se concediesen el deseo de la dama y la demanda del caballero.
- Pero, ¡altezas!, ¿y el deshonor? - clamó el conde Ordóñez -. ¡Los infantes perderían su dignidad si cruzasen sus espadas con ese arrogante y advenedizo labriego!
El príncipe de Aragón sonrió al tiempo que inclinaba su cabeza con cortesía:
- He oído decir que el rey de Marruecos no consideró un deshonor cruzar su espada con ése a quien llamáis "labriego". Y, además - añadió con una sonrisa -, son vuestros sobrinos quienes no dan la talla para batirse con el Cid.
- ¡Así es, en efecto! - exclamó don Alfonso poniéndose de pie -. Y no tendrán nada que alegar sobre la desigualdad de cuna de los combatientes. ¡Escuchadme, nobles de mi corte! Nos, Alfonso, rey de Castilla y León por la gracia de Dios, ordenamos que de hoy en tres semanas, en tierras de Carrión, tengan lugar las lides entre Martín Antolínez, Pedro Bermúdez y Muño Gustioz, por la parte del Cid, y los infantes Diego y Fernando y el conde García Ordóñez, por parte de Carrión. El que no acuda dentro del plazo, que pierda la razón, sea dado por vencido y se le tenga por traidor.
[...]
Entonces sonó una trompeta y el rey ocupó su lugar en la tribuna, flanqueado por los jueces que había nombrado para velar por la limpieza del combate. En el silencio que se extendió por la explanada, sus palabras sonaron imponentes:
- ¡Oídme bien todos! En esta lid se va a dirimir quién tiene de su parte la honra y la razón, si vosotros, infantes de Carrión, o vos, Cid Campeador. Que cada uno defienda su derecho, pero nadie pretenda actuar con malas mañas o injusticia, pues no conseguirá su propósito y en todo mi reino no tendrá satisfacción.
[...]
Hubo un intenso rumor de cascos. Los caballeros del Cid sujetaron firmemente sus escudos, bajaron las lanzas haciendo flamear los pendones, se inclinaron sobre las sillas y, espoleando firmemente, cargaron al mismo tiempo hacia sus contrincantes. El suelo retumbaba al galope de los caballos y la polvareda apenas dejaba a los espectadores distinguir a los combatientes. Muño Gustioz y García Ordóñez no tardaron en encontrarse. La lanza del conde levantó tres capas de cuero del escudo de don Muño antes de quebrarse con un chasquido, dejando caer una rociada de astillas sobre las crines de los caballos. La de Muño Gustioz, en cambio, chocó con tanta fuerza contra el escudo de su adversario que lo arrancó de su montura con silla y todo, lo arrojó de cabeza al suelo y lo dejó sin sentido. Una exclamación de dolor recorrió las gradas cuando los partidarios de los de Carrión vieron tendido e inerte al conde y lo creyeron herido de muerte. Don Muño se acercó entonces a su contrincante y, cuando estaba a punto de hincarle su sangrienta lanza en el pecho, oyó un grito desesperado:
- ¡No lo matéis, por Dios! - clamó un pariente de los de Carrión -. ¡El conde Ordóñez se da por vencido!
Mientras tanto, Pedro Bermúdez y don Fernando habían cruzado también sus lanzas. El infante le traspasó el escudo al vasallo del Cid, pero le dio en vacío, sin acertarle en el cuerpo, y el asta se le rompió en dos partes. Don Pedro se mantuvo firme y apenas se ladeó; en cambio, su lanza le rompió al infante los refuerzos metálicos del escudo, se lo atravesó de parte a parte y le dio un tremendo golpe en el pecho. [...] Pero al ver que Bermúdez iba a descargar la espada Tizona de nuevo sobre él, el malherido infante gritó sobrecogido por el pánico:
- ¡Protección!
El rey, sin embargo, volvió la cabeza sin atender a su súplica.
Don Pedro volvió a blandir Tizona con ambas manos y, cuando parecía a punto de partirle a don Fernando la cabeza en dos, el infante exclamó:
- ¡Me doy por vencido! ¡No me golpeéis!
- ¡Vuelve a tu casa, perro faldero! - clamó don Pedro -, y que Dios no te dé hijos que te ayuden a sobrellevar tu vergüenza.
Mejor parecía irle a don Diego. Un primer golpe de su lanza había rozado a Martín Antolínez, quien, inclinándose a un lado, logró esquivar la punta del arma, si bien no pudo evitar que le destrozara la parte superior del escudo y que le desgarrara la cota de malla que le cubría el hombro. Con una agilidad asombrosa, don Martín apartó la lanza del infante y sacó de su vaina a Colada, cuya guarnición de plata brilló a la luz del sol. De un tajo, le arrancó al infante el yelmo de la cabeza, rasgándole el almófar y la cofia, y le rapó buena parte de su cabello. Don Diego, aterrado, se llevó la mano a la cabeza y, volviendo grupas, corrió despavorido con la espada en la mano. Mientras huía de Colada, gritaba desesperado:
- ¡Ayúdame, Dios del cielo, líbrame de esa espada!
Don Martín maniobró para ponerse frente a su rival, pues jamás había atacado a nadie por la espalda, y levantó su arma. Colada estaba en alto y su hoja iba a caer sobre el infante.
- ¡Os lo suplico, os lo suplico! - fue todo lo que Diego pudo decir.
- ¡Por fin voy a lavar la vergüenza de mis primas! - rugió don Martín -. ¡Ahora sabréis qué precio hay que pagar por llamar bastardo a mi señor!
La hoja de la espada cayó plana sobre la cabeza del infante, sin herirlo, pero con tal fuerza que éste se estremeció de pies a cabeza y cayó del caballo, fuera del palenque.
- Ahora vuelve a las faldas de tu nodriza, muchacho - dijo don Martín -, y pídele que te enseñe buenas maneras.
El sol alcanzaba su apogeo y tan solo los hombres del Cid quedaban en pie dentro de la palestra. Su señor les sonreía satisfecho. Él y sus hijas habían recuperado su honor.
Los oficiales del rey habían proclamado en voz alta su sentencia. El conde Ordóñez y sus sobrinos habían sido declarados infames y deshonrados. Don Rodrigo quedaba limpio de toda vergüenza y deshonor.
Cuando concluyó la solemne ceremonia, don Alfonso descendió de su trono y se dirigió al Cid:
- Don Rodrigo, la justicia de vuestra causa está probada, tal y como supuse desde el principio. ¡Sois el más noble hijo de Castilla! ¡Que todos mis vasallos sepan que mi admiración por el Cid no conoce límites!
[...]
