2º A: CLASE DEL 13 DE MAYO DE 2020

¡Buenos días!
Ayer seguimos con la lectura de El Cid, comenzando uno de los capítulos más famosos, La afrenta del Corpes
Leímos que los yernos del Cid, don Diego y don Fernando, se sentían humillados en Valencia, donde vivían con la familia de Rodrigo Díaz de Vivar, tras ser considerados unos cobardes. Tampoco tenían ganas de participar en las guerras que llevaba a cabo el Cid con el fin de conquistar territorios en nombre del rey cristiano Alfonso VI. Por ello, decidieron volver a Carrión, sus tierras, con sus mujeres, Elvira y Sol. Esta decisión le duele mucho al Cid, pero acepta que sus hijas tienen que ir con ellos. 
Vamos a ver cómo continua:


Cuando la comitiva llegó a Molina, el moro Abengalbón salió a recibir a los infantes y a sus esposas con gran alborozo y, a la caída de la tarde, los invitó a un espléndido banquete y los colmó de regalos. Apenas hubo amanecido, Abengalbón organizó un escuadrón de doscientos soldados y emprendió el viaje a Carrión para dar escolta a la familia del Cid. Pero, como la avaricia y la maldad de los infantes no conocía límites, en lugar de agradecer la generosidad y el afecto del moro, don Diego y don Fernando planearon asesinarlo durante el viaje y apoderarse de sus riquezas. Por fortuna, un moro ladino pudo oírlos tramar tan perversos designios, y por la noche corrió a informar a su señor. Rojo de ira, Abengalbón mandó a sus vasallos que se armaran y, en actitud amenazadora, se presentó ante los dos hermanos y les increpó:
- Decidme, infantes, ¿qué mal os he hecho o en qué os he agraviado? ¿No os he agasajado y colmado de regalos? ¿Y me pagáis urdiendo mi muerte? ¡Voto a Dios que si no fuera por el respeto y la veneración que me merece el Cid, ahora mismo os despellejaría vivos, os rebanaría el pescuezo y colgaría vuestras cabezas de sendas picas! ¡Sois la peor calaña de cobardes y alevosos traidores que ha pisado jamás la tierra! ¿Cómo pudo el Cid consentir que os casarais con sus tiernas hijas? ¡Quiera Dios que no tenga que arrepentirse de este malhadado matrimonio!
Y haciendo alarde de sus armas, el destacamento de Abengalbón volvió grupas, abandonó a los infantes y regresó a Molina aquella misma noche.
Al día siguiente, la familia del Cid puso rumbo a Carrión bajo la custodia del escuadrón comandado por el obispo don Jerónimo y Félez Muñoz. De camino, don Jerónimo iba reflexionando: “¿Qué desconfiadas sospechas inducirían al Cid a ordenarnos a Félez y a mí que acompañáramos a sus jóvenes yernos? Es verdad que los infantes son cobardes en las batallas, pero hay cosas mucho peores que la cobardía. Por otro lado, no hay duda de que Sol y Elvira están por completo enamoradas de sus maridos. Además, quizá los infantes no fueron educados con la suficiente rigidez para ser soldados y, en ese caso, poca culpa tendrían de su falta de valor. Y, si para con Dios y sus esposas, ¿qué mal hay en ello?”.
El obispo volvió entonces la vista atrás y, al no ver el destacamento de Abengalbón, le preguntó extrañado a don Diego:
- ¿Qué ha sido de nuestro buen amigo Abengalbón? ¿No convinimos en que se reuniría con nosotros al cabo de una legua?
- Eso no es asunto tuyo – le espetó el infante.
Don Fernando dirigió una mirada de reprobación a su hermano.
- Quizá ha cambiado de opinión, señor – le respondió al obispo.
- Pero resulta muy extraño que el leal Albengalbón falte a su palabra, ¿no os parece?
- Yo no creo en la palabra de un moro, ¿y vos? – rugió don Diego.
- Nosotros, señor obispo – dijo don Fernando con una sonrisa apaciguadora -, abominamos de la compañía de los infieles, y si el Cid obrara con mayor cordura, despacharía tanto moro como tiene entre sus filas.
- Se trata – objetó don Jerónimo – de gentes que han abrazado su causa; en cuanto a Abengalbón, es un buen amigo que ha mostrado su lealtad al Cid en muchas ocasiones. No entiendo el porqué de vuestros recelos.
- No tenéis nada que entender – replicó bruscamente don Diego -. Y de ahora en adelante, os rogaría que no os metieseis en asuntos que nos son de vuestra incumbencia.
Los caballos y los carros siguieron avanzando con vaivenes y crujidos por accidentados caminos; atravesaron la sierra de Miedes y los montes Claros y, dejando a un lado San Esteban, penetraron en el robledo de Corpes, un tupido bosque plagado de peligros y de animales fieros. Continuaron cabalgando un buen trecho por sinuosos y abruptos senderos hasta que dieron con un lugar ameno junto a una fuente clara, donde los infantes ordenaron montar las tiendas de campaña.
El fuego del campamento era apenas un vago resplandor entre los árboles. Las estrellas, por encima de las ramas más altas, eran con mucho más brillantes, pero apenas iluminaban la noche.
- Tengo miedo de los lobos y las fieras salvajes – dijo Sol, apretándose contra su esposo.
- Nada debes temer si yo estoy a tu lado – replicó don Diego, y, tomando a su esposa del brazo, la llevó a su tienda y pasó con ella una larga noche de amor.
No había amanecido aún cuando los infantes ordenaron a sus vasallos levantar el campamento y adelantarse por el camino.
- Este rincón del bosque es tan ameno – arguyó don Diego – que hemos decidido dar un paseo con Elvira y Sol antes de reemprender la marcha.
- Todos podemos esperar – objetó Félez Muñoz -. ¿Qué necesidad hay de que nos adelantemos? Pensad que aún no ha amanecido y que este bosque está lleno de peligros.
- ¡Es una orden! – replicó don Diego tajantemente.
En cuanto los soldados desaparecieron de la vista, don Fernando tomó la barbilla de Elvira con la mano izquierda, levantó el puño derecho y lo estrelló contra el óvalo blanco del rostro de su esposa. Después, los dos hermanos apoyaron a las muchachas contra sendos árboles, las despojaron de sus abrigos de pieles, sus mantos y sus vestidos de terciopelo y las dejaron en camisas.
- ¿Qué he hecho para que me trates así, amor mío? – exclamó Elvira entre sollozos y quejidos.
- Vamos a castigaros por las humillaciones a que nos sometieron a Diego y a mí en Valencia.
- ¡Matadnos si queréis, pero no nos maltratéis, os lo ruego! – exclamó Sol -. ¡Si nos golpeáis os envileceréis vosotros mismos y seréis llevados a Cortes por vuestra acción!
Pero de nada sirvieron las palabras de súplica de las hermanas. Con las agudas espuelas puestas, los infantes empezaron a patear a sus esposas sin compasión. Luego, se quitaron los cinturones y las azotaron con tanta crueldad que la sangre les salpicaba los rostros. Los despiadados hermanos competían por ver quién daba los golpes y latigazos más fuertes hasta que, agotados por el esfuerzo y viendo que sus esposas habían perdido el conocimiento, limpiaron de sangre sus cinturones y se los volvieron a poner.
- ¡Por fin hemos lavado la deshonra del episodio del león! – exclamó don Diego.
- La baja estirpe de estas dos barraganas se me había pegado al cuerpo como el estiércol a los zapatos – contestó don Fernando -. Todavía siento escalofríos al recordar cómo nos ha deshonrado ese maldito labriego al casarnos con sus hijas.
Y, dando por muertas a Elvira y Sol, montaron en sus caballos y abandonaron el lugar.

El sol no había aparecido aún por el horizonte. Aulló un lobo, y Félez Muñoz sintió un escalofrío en la espalda. Estaba indeciso. Acababa de darle la vuelta a su caballo, pero volvió de nuevo su grupa en la misma dirección que los demás jinetes. Al cabo, tiró de las riendas. Parecía como si una mano invisible lo hubiera agarrado por el hombro para que diera media vuelta. Se acercó a don Jerónimo, le confesó sus temores y el prelado y el sobrino del Cid decidieron detenerse y ocultarse entre la arboleda hasta que llegaran las hijas del Campeador. Pero, apenas transcurrida media hora, vieron pasar a los infantes sin sus esposas.
Con gran alarma, el obispo y Félez Muñoz clavaron las espuelas en los ijares de sus caballos y regresaron por el tortuoso sendero del bosque. Sus cabezas y sus hombros topaban con las ramas más bajas de los árboles, y las verdascas se les clavaban en la espalda. De repente, algo les indujo a detenerse y escuchar: oyeron el aullido de un lobo, oyeron el jadeo de sus caballos, oyeron el silbido del viento entre las ramas, oyeron por fin el chisporroteo de un fuego moribundo. Siguieron el olor del humo y se encontraron con los rescoldos de la hoguera del campamento abandonado. En uno de los bordes del calvero distinguieron al fin el rostro de Elvira, tan ovalado y pálido como los níscalos brotados entre los árboles, y poco más allá el del Sol.
- ¡Primas, primas! – gritó Félez Muñoz con el corazón destrozado al tiempo que descabalgaba -. ¿Pero qué os han hecho esos malvados?
El obispo se apresuró a bajar del caballo y envolvió a Elvira con su capa y a Sol con la de Félez Muñoz. Después, se aventó el fuego para calentar y reanimar a las hijas del Cid.
- ¡Vamos, muchachas, volved a la vida y despertad, antes de que esos crueles infantes nos echen en falta y nos persigan para matarnos! – exclamó el obispo.
Los ojos de Elvira miraban al vacío de manera inexpresiva, mientras yacía junto al fuego. Solo la ternura y los cuidados de su primo Félez obraron el milagro de su recuperación.
- Agua…, dadme un poco de agua…- gimió Sol.
Y Félez corrió a llevarles agua a sus primas con su sombrero. Tanto las reanimó y las confortó que al final volvieron a la vida.
Con las primeras luces, el prelado y Félez Muñoz sentaron a las dos hermanas sobre sus respectivos caballos y las condujeron con suma delicadeza hasta más allá del bosque para dirigirse a Valencia. Durante todo el día, ni Elvira ni Sol pronunciaron una sola palabra, a pesar de que tanto el obispo como Félez Muñoz tomaban de vez en cuando en sus manos las caras entumecidas de las jóvenes para darles palabras de ánimo.
- Pronto estaréis en casa – les decían -, al lado de vuestros planes.
Fue entonces cuando Elvira extendió una mano y replicó a través de sus labios hinchados:
- No nos habéis hecho ningún bien. Deberíais habernos dejado a merced de los lobos. Estamos deshonrados para siempre. ¡Qué vergüenza!
Y un estremecimiento corrió entre los árboles como un presagio de lluvia.

- ¡Qué deshonra! – bramó el Cid cuando bajó de los caballos a sus hijas en el patio del palacio de Valencia -. No padezcáis, hijas mías, que muy pronto sanaréis de vuestras heridas, y yo os concertaré un matrimonio con príncipes. ¡Me vengaré de esos villanos que nos han traído esta deshonra!
- Yo he sido el culpable de la deshonra, don Rodrigo – exclamó Álvar Fáñez -. Os hice creer que los infantes eran héroes y hombres cabales. ¡Mentí! ¡Solo pretendía haceros feliz! ¡Os mentí para que no sufrierais por la verdad! Yo sabía que eran unos cobardes redomados, y ahora vuestras hijas, a las que quiero como a ángeles del cielo, han pagado el precio de mi necedad.
Álvar Fáñez se sintió mejor tras haber confesado su parte de culpa, pero don Rodrigo no prestó atención a sus palabras. Tomó a sus hijas en brazos y las llevó a la cama, y después entró en su habitación y cerró la puerta, dejando afuera a Álvar Fáñez, al obispo don Jerónimo y a la propia doña Jimena.
- ¡Qué deshonra! – murmuraron los vasallos del Cid cuando entraron en Castilla al frente de los carromatos cargados de tesoros de los infantes -. Hemos dejado de servir al Campeador para seguir los pasos de dos perros asesinos. ¡Que la vergüenza caiga sobre nuestras madres por habernos parido para caer en tal deshonor!
Pero don Diego y don Fernando estaban ya a la vista de su casa, y su sangre azul pareció que corría con más fuerza por sus venas ante la idea de regresar a sus tierras de Carrión dos veces más ricos que cuando las habían dejado, y libres por fin, a su entender, de cualquier rastro de deshonra.