2º A: CLASE DEL 12 DE MAYO DE 2020

¡Buenos días!
La semana pasada terminamos el capítulo Un vuelco de la fortuna del libro El Cid. Vamos a avanzar un poco y nos vamos a centrar en el capítulo La afrenta de Corpes, uno de los pasajes más famosos de esta obra literaria.
Entre medias, El Cid logra conquistar numerosas taifas que estaban en manos de reyes islámicos. El rey de Marruecos y emperador de los almorávides, Yusuf, comienza a temer el gran avance que está realizando el Cid en la península Ibérica, pero al mismo tiempo, tiene que enfrentarse al avance de los almohades en el territorio africano.
Tras haberse ganado la amistad del conde Ramón de Barcelona, el Cid se dirige hacia Valencia para su conquista. Es ahí cuando, por fin, el rey Alfonso VI de Castilla perdona la ofensa del Cid y permite que su familia (doña Jimena, su esposa, y sus hijas Elvira y Sol) se reúnan con él. Una vez tomada la ciudad de Valencia, además, se acuerda el matrimonio de las hijas del Cid con los Condes de Carrión, Diego y Fernando, aunque más bien por permiso del rey, ya que el Cid no está del todo de acuerdo.
Sin embargo, Diego y Fernando, acaban demostrando que no son tan valientes como su suegro y que no desean en absoluto ir a la guerra, ya que son bastante reticentes a ir a luchar contra el rey Yusuf de Marruecos cuando éste trata de recuperar la ciudad de Valencia. Finalmente, el Cid logra vencer.
Veamos entonces el siguiente pasaje:


LA AFRENTA DE CORPES

- Héroes, ¿eh? - dijo don Fernando -. ¿Y tú piensas que se lo han creído? ¿No te has fijado en las risas mal disimuladas de los malcalzados que sirven al Cid? ¿Y qué decir de las ironías que se ha gastado el fraile? Eso, por no entrar en la mirada de odio que nos dirigió ese villano de Álvar Fáñez mientras yo relataba nuestras acciones de guerra. Tengo que acabar con él, aunque sea la última cosa que haga en mi vida. ¡Ese labriego intentó que nos matasen a los dos al atarnos las botas a los estribos!
- ¡Deja ya de lamentarte! - le espetó su hermano mientras pelaba una naranja -. Todo ha acabado bien, ¿no? Nos ha correspondido un riquísimo botín y, aunque viviéramos dos vidas, no tendríamos tiempo de gastarnos el dinero que llena nuestras arcas. 
- Por lo que a mí concierne, puedes quedarte con todo - refunfuñó don Fernando -. Odio este lugar. Hay leones vagando por todos sitios, los más vulgares soldados se sientan a cenar a nuestro lado, doña Jimena no para de rezar todo el día, y no hay un solo lugar donde pueda comprarme un jubón decente. Ese Fáñez estará riéndose de nosotros, a escondidas. Lo está haciendo desde el incidente del león. Aquí hay moros que surgen en el lugar más impensado, moros que escalan las paredes, incluso moros que luchan en el propio ejército bastardo. No es un lugar donde se pueda vivir en paz. Aún no sé cómo dejé que me metieras en este lío. Odio Valencia. 
- ¡Deja ya de refunfuñar! - exclamó don Diego -. ¿Quién nos obliga a quedarnos?
- ¿Qué?
- Soy yo quien pregunta ahora. ¿Qué podemos pedir hoy por hoy que nuestro bastardo padre sea capaz de negarnos? Nada. Por lo tanto, vamos a pedirle que nos autorice a regresar con nuestras esposas a Carrión. Le diremos que deseamos mostrarles nuestras posesiones, y, de camino, les daremos el trato que se merecen. ¡Así no se irán de la lengua por lo del león! ¡Se van a enterar todos de quiénes son los infantes de Carrión!
- ¡Bien dicho! - exclamó don Fernando -. Nos han casado con unas barraganas y nuestra alcurnia exige un destino más alto: deberíamos desposarnos con las hijas de un rey o de un emperador. 

- ¿Queréis marcharos? - preguntó don Rodrigo con su voz rotunda y sonora. 
- ¿Os vais? - dijo doña Jimena aferrándose a su devocionario. 
- Así es - afirmó don Fernando -. Deseamos mostrarles a nuestras esposas las villas de las que ahora son dueñas y que heredarán nuestros hijos. Además, tres cabezas no pueden llevar a la vez una misma corona, y esta ciudad es la corona y la gloria del Campeador. Ya es hora de que mi hermano y yo obtengamos nuestros propios triunfos, para fundar nuevas estirpes con la misma sangre del Cid, de modo que nuestra triple fama sea capaz algún día de sostener las tres esquinas del firmamento. 
- Ya entiendo - respondió don Rodrigo, que no deseaba ofender a los infantes por nada del mundo - Pero, ¿tan pronto...? He estado separado de las pequeñas Sol y Elvira durante tanto tiempo...
Los infantes no respondieron. 
- Perdonadme, Fernando - prosiguió el Cid -: no tengo derecho a interferir en vuestro camino. Si en verdad creéis que debéis marcharos, hacedlo cuando queráis. Toda mi alegría consistirá en saber que mis hijas han encontrado dos buenos esposos que cuidarán de ellas y de los que se sentirán orgullosas. Pero sabed, hijos, que al llevaros a Elvira y a Sol me arrancáis las telas del corazón. 
- Mi querido padre - dijo Fernando -, también a nosotros se nos parte el corazón al tener que dejaros. Pero hemos de afrontar nuestro destino. 
- Lo comprendo. Llevad con vosotros la parte del botín que os correspondió tras la derrota de Búcar. Pero quiero aumentar vuestras riquezas ampliando la dote de mis hijas con tres mil marcos, corceles de guerra, veloces palafrenes y varios arcones con magníficos vestidos. A vosotros personalmente deseo regalaros mi posesión más preciada: las espadas Colada y Tizona, que gané en buena lid. 

Y acto seguido, don Rodrigo y doña Jimena se echaron en brazos de sus hijas y, con los ojos bañados en lágrimas, prometieron que les escribirían a menudo. Elvira y Sol, sin dejar de llorar, les expresaron su deseo de cumplir en todo su voluntad. 
Al día siguiente, los infantes ordenaron cargar todas sus riquezas en cuatro carromatos y, apenas despuntó el alba, partieron de Valencia con una escolta de soldados. El Cid los acompañó durante un buen trecho hasta que el mal agüero de una corneja que echó a volar por su izquierda lo hizo detenerse y pensar que algún infortunio se avecinaba. Así que mandó llamar a su sobrino Félez Muñoz y al obispo don Jerónimo, que comandaban la escolta de sus hijas, y los instruyó: 
- Dirigíos a Carrión por Molina y saludad de parte mía al moro Abengalbón. Rogadle que acoja con afecto a mis yernos y que les dé protección hasta Medina, que yo sabré pagarle generosamente sus muchos favores. En cuanto a mis hijas estén a salvo en Carrión, regresad a Valencia e informadme de todo cuanto hayáis visto. 
Y una vez dichas estas palabras, el Cid abrazó tiernamente a sus hijas y se separó de ellas con el dolor con que se arranca una uña de la carne.