2º B: CLASE DEL 6 DE MAYO DE 2020

¡Buenos días!
Seguimos con el libro El Cid. Empezamos este lunes el capítulo Un vuelco de la fortuna. El él vimos que el Cid acude a unos prestamistas, Rachel y Vidas, para pedirles dinero antes de tener que irse de exilio. Aunque al principio no querían, al final Rachel y Vidas ceden a concederle al Cid el préstamo, sobre todo después de ver el enorme baúl lleno de joyas que les daba a cambio. 
Vamos a continuar viendo qué ocurre. 
- ¿Seguridad? - se rió Vidas mirando a su socio -. ¿El bastardo Rodrigo a salvo en el exilio? Apuesto a que antes  de un mes las espadas de los moros lo habrán destazado como a un cerdo y habrán aniquilado a todos sus seguidores. No hay quien lo libre de una muerte segura, pero a mí me gusta negociar con hombres muertos. ¡Y a fe mía que hemos hecho un buen negocio! ¡Seremos ricos por el resto de nuestros días! ¡Vamos a ver el espléndido tesoro que hemos comprado por seiscientos miserables marcos! Busca un escoplo, hermano Rachel. 
- Ahora mismo, hermano Vidas. 
Con la ayuda del escoplo y de un mazo, Rachel y Vidas hicieron saltar la cerradura del baúl de don Rodrigo. Sin embargo, al concluir su trabajo, los usureros se llevaron la sorpresa y el disgusto más grandes de su vida, pues en el interior del baúl no había más que arena. Había suficiente arena como para rellenar las tinajas de donde habían sacado el dinero. 
- ¡Hemos pagado seiscientos marcos, hermano Vidas!
- ¡Seiscientos marcos, hermano Rachel! ¡Por un baúl lleno de arena!
- ¡Ojalá los moros le escupan a la cara a ese bastardo después de rebanarle el pescuezo!

- No he mentido - argumentó don Rodrigo con voz sombría mientras Álvar Fáñez se reía a mandíbula batiente -: ese baúl contenía todas las riquezas que yo guardé para mí de los tributos del rey Almutamid. 
- Es bien cierto... - río Álvaro. 
- ¡Cómo los habéis engañado! - añadió Martín Antolínez con una carcajada.
- Es la pura verdad - afirmó don Rodrigo con gesto grave -. Mentir habría sido un pecado. 
Al oír aquellas palabras, los amigos de don Rodrigo dejaron de reír y asintieron con gravedad; pero, de pronto, Álvar Fáñez balbució algo y tanto él como Martín volvieron a desternillarse de risa. 
A medianoche, los jinetes cruzaron los enmarañados picachos que formaban la frontera de Castilla. En el mismo instante en que la condena del rey Alfonso había de hacerse efectiva, don Rodrigo y los trescientos hombres que le seguían coronaron una cumbre. A sus pies, pudieron ver un valle profundo y lleno de árboles, apenas iluminado por la luz de la luna. Desde allí se extendía al-Ándalus, el territorio poblado por los musulmanes que todo cristiano se consideraba con derecho a recuperar para su rey y su fe. Sobre todo ahora que había caído bajo el poder del rey de Marruecos y que sus tropas, los exaltados guerreros almorávides, de oscura tez y bruscos modales, ocupaban las principales plazas andalusíes. 
Esa misma noche, don Rodrigo y sus hombres descendieron de la sierra de Miedes hacia el espacioso valle del Henares. Lejos, en la distancia, brillaba la ciudad amurallada de Castejón. 
- ¿Veis ese valle entregado en brazos de la noche? - dijo don Rodrigo -. Pues, cuando llegue la madrugada, la noche se rendirá al poder del día sin que medie lucha alguna. Del mismo modo, la ciudad que veis ahí abajo se encuentra ahora en poder de los moros, pero mañana por la tarde pasará a manos cristianas sin que apenas medie el brillo de una espada. 

Los habitantes de Castejón despertaron con las primeras luces del día. El valle amaneció cubierto por la niebla, pero el sol de la mañana no tardó en dispersar la bruma bajo la atenta mirada de los centinelas emplazados a lo largo de la muralla. Unas manos morenas se encargaron de abrir las puertas de la ciudad, como había sucedido todos los días desde hacía siglos, después de que los moros hubieron ocupado Castejón. Sin sospechar que don Rodrigo y sus hombres los vigilaban, los campesinos salieron de la ciudad a pie o en jumento para atender las cosechas que crecían en los campos colindantes, para cortar leña en la penumbra del bosque y para alimentar a los animales que aportaban una pincelada de color al paisaje. Pronto la ciudad quedó desierta sin que nadie pensara en cerrar las pesadas puertas de la muralla o en aguzar la mirada para descubrir entre las sombras de los árboles a los guerreros que se hallaban al acecho. Los centinelas que los divisaron apenas les prestaron atención, y pensaron con indiferencia que tan solo se trataba de ciervos.