2º A Y 2º B: CLASE DEL 17 DE ABRIL DE 2020
¡Buenos días!
Tendréis un correo electrónico en el que os explico los cambios que va a haber a partir de este tercer trimestre.
De momento, vamos a trabajar con lecturas y, en concreto, una relacionada con el Cid Campeador, de la editorial Vicens Vives.
Nuestro personaje, Rodrigo Díaz de Vivar, vivió durante el siglo XI, durante la lucha entre Alfonso VI y Sancho II (los hemos estudiado en clase, son los hijos de Fernando I de Castilla, fundador del Reino de Castilla en 1035).
Vamos a comenzar con la historia de este famoso personaje, que llegó a convertirse en un símbolo de la lucha entre cristianos y musulmanes en la península Ibérica.
Tendréis un correo electrónico en el que os explico los cambios que va a haber a partir de este tercer trimestre.
De momento, vamos a trabajar con lecturas y, en concreto, una relacionada con el Cid Campeador, de la editorial Vicens Vives.
Nuestro personaje, Rodrigo Díaz de Vivar, vivió durante el siglo XI, durante la lucha entre Alfonso VI y Sancho II (los hemos estudiado en clase, son los hijos de Fernando I de Castilla, fundador del Reino de Castilla en 1035).
Vamos a comenzar con la historia de este famoso personaje, que llegó a convertirse en un símbolo de la lucha entre cristianos y musulmanes en la península Ibérica.
Capítulo 1. Desterrado.
En las casas de Vivar las perchas quedaron vacías como cuernos de toro cuando los vasallos de don Rodrigo descolgaron sus capas de piel y sus mantos de lana para seguir a su señor en su destierro. En las estrechas callejuelas del lugar resonaron los cascos de los caballos y de las mulas que habían descansado en los establos durante meses.
Vivar se hallaba en un valle a orillas del río Ubierna. En lo alto de la población se levantaba la silueta gris de la iglesia de Santa María. En su espadaña sonaba sin cesar una campana, cuyo tañido parsimonioso y monótono parecía decirles a las gentes: "El rey ha dictado sentencia... El rey ha dictado sentencia...". Frente a la casa solariega que iba a abandonar, don Rodrigo abrazó a su bella esposa y le secó las lágrimas.
- Debo viajar al sur - le dijo -. A las tierras de los moros sin Dios y lejos de esta sagrada Castilla y de la luz de vuestros ojos y de los de mis adoradas hijas. Pero recordad una cosa: por la noche, las mismas estrellas nos mirarán a vos y a mí hasta que volvamos a estar juntos.
- ¡Pero el exilio es una pena demasiado severa para una ofensa tan leve! - protestó doña Jimena, que no lograba resignarse a su destino adverso.
- El conde me ofendió gravemente - explicó su esposo -. De lo contrario, jamás le hubiera tirado de las barbas. Tuve la mala fortuna de que el rey se pusiera de su parte. Eso fue todo. El cielo es testigo de que no pronuncié una sola palabra que pudiera interpretarse como una queja o como una traición. Soy vasallo de don Alfonso, así que siempre haré su voluntad. Debo sobrellevar mis sufrimientos como un caballero.
Entonces, don Sancho, el abad del monasterio de San Pedro de Cardeña, donde iba a recogerse por el momento la familia de don Rodrigo, salió por el portón de la casona llevando de la mano a las dos pequeñas hijas del Campeador. Nada más verlas, el caballero dejó caer las bridas que acababa de coger para ponérselas a su caballo y estrechó a las dos niñas contra su pecho.
- ¡Elvira, Sol! - exclamó -. Vuestro padre tiene que marcharse, pero ya veis que os dejo en buenas manos. El abad os llevará a su hermoso monasterio y allí será para vosotras un padre afectuoso como yo. Portaos bien y cuidad a vuestra madre. Procurad mantenerla animada, y acordaos siempre de rezar vuestras oraciones.
- Sí, padre.
- Y de estudiar vuestros libros.
- Sí padre.
- Y, si por alguna razón yo no volviera, debéis intentar recordar mi rostro. ¿Lo haréis?
- ¿Si no volvéis, padre...?
Antes de que don Rodrigo pudiera decir nada más, doña Jimena tomó a las dos niñas de la mano y, con los ojos arrasados de lágrimas, le dijo a su esposo:
- Es hora de partir: vuestra mesnada os espera.
