2º A: CLASE DEL 29 DE ABRIL DE 2020

¡Buenos días!
El pasado lunes seguimos con la lectura de El Cid. En el último apartado que leímos, Rodrigo Díaz de Vivar se encontraba con sus caballeros en la ciudad de Burgos, de paso en su exilio. Ninguno de los habitantes le hacía caso, ya que el rey había dado orden de que mataran a cualquiera que les hiciera caso. 
Mientras abandonaban la ciudad, los ciudadanos comenzaron a asomarse por las ventanas, compadeciéndose del Cid. Recordemos que todos le consideraban un gran caballero. Vamos a ver qué ocurre:



De repente, la tierra se echó a temblar y los pájaros abandonaron con temor las ramas de los árboles. Un canto similar a los que suelen oírse en las tabernas pasada la medianoche empezó a distinguirse antes de que un pesado carromato hiciera su aparición en el camino. Lo conducía un hombre de piernas arqueadas que sacudía con energía las riendas para animar la marcha de sus dos desganados caballos. Tras el carro cabalgaban grupos de hombres armados que charlaban, discutían y se unían de vez en cuando al estribillo de la canción del cochero. 
Álvar Fáñez se incorporó de un salto y desenvainó la espada, imaginando que el rey había enviado tropas para expulsar a don Rodrigo del territorio castellano. Pero el de Vivar abrió sus brazos de par en par y saludó al cochero con un grito de entusiasmo:
- ¡Martín, bendito seáis tú y tu alegre algarabía! ¡Con tus canciones acabarás por despertar al rey, allá en León! ¿Qué es lo que te lleva a abandonar Burgos cuando las tabernas están ya abiertas? Vamos, siéntate a cenar con nosotros si te apetece beber agua y comer aire...
El burgalés Martín Antolínez bajó del carro y replicó:
- Vaya, yo que tenía la intención de comer pollo asado y pan recién hecho... Veamos qué se puede hacer... Empezaré por aligerar el peso de mi carro, porque en caso contrario reventará por las costuras. ¡Aquí hay provisiones suficientes para llevaros a vos y a vuestros hombres a la India y volver!
- ¿Acaso no has visto, mi querido Martín, el edicto del rey que prohíbe a todo el mundo ayudarme, cobijarme o facilitarme víveres?
- Bueno..., vos ya me conocéis, don Rodrigo, y sabéis muy bien que nunca conseguí aprender a leer. ¿De modo que el rey piensa confiscar mi casa? Pues que lo haga. ¿Acaso voy a necesitarla si parto a la aventura con el señor de Vivar? ¿Que decide sacarme los ojos?... No lo hará si le veo venir. ¿Que decide cortarme la cabeza?... Hace falta algo más que eso para lograr que Martín deje de cantar. Y no soy el único que piensa así: estos jóvenes que he traído conmigo sienten lo mismo que yo por el buen rey y su real edicto. Así están las cosas: nadie va a arrebatarnos las ganas de luchar a vuestro lado. Sabemos que la tierra de los paganos está cerca, llena de moros sin Dios, sentados en sus castillos de oro, y esa cercanía excita nuestro ánimo. Por eso os pedimos que nos hagáis sitio alrededor del fuego cuando acampéis. Hay más hombres, además de los pocos que os acompañan desde Vivar, que quieren probar cómo les sienta el exilio allí donde los inviernos son más cálidos. 
Aquella noche las fogatas del campamento refulgieron con tanto esplendor que cubrieron las silenciosas aguas del río con un manto de oro. Don Rodrigo yacía en el suelo envuelto en su capa y observaba el grato flamear del fuego a través de sus párpados entreabiertos. pronto los matices dorados dieron paso al reflejo plateado de la luna, que también acabó por desvanecerse en el cielo. A don Rodrigo solo le quedaba un día para abandonar Castilla; cuando el plazo acabara, las tropas del rey caerían sobre él y sus hombres y apagarían todas sus fogatas. "Es un castigo tan severo..." se dijo don Rodrigo. Después, el caballero cayó en un sueño profundo y plácido, tan ornado con visiones como un castillo con banderas. 
Soñó que el arcángel san Gabriel surgía de entre las aguas del río y se acercaba a su lado. A contraluz de la luna, don Rodrigo percibió el goteo de sus alas desplegadas. 
- Dios te salve, don Rodrigo Díaz de Vivar. El día en que tú naciste el mundo entero resplandeció y los planetas bailaron en el cielo de puro gozo. La cólera del rey es fiera, pero tu brazo lo es más. El viaje que hasta ahora emprendes aumentará tu grandeza en lugar de menguarla. Así pues, levántate temprano y viaja lejos. Los ángeles del cielo te acompañan y vuelan en el tremolar de tus banderas al viento. 
Y, según se dice, san Gabriel acarició la barba de don Rodrigo y toda su cabeza se rodeó de fuego. 
Cuando don Rodrigo se despertó, los primeros rayos de sol iluminaron su rostro. Se puso de rodillas para hacer la señal de la cruz, y sus dedos se detuvieron en la punta de su barba: 
- Juro ante Dios que ninguna navaja tocará esta barba hasta que consiga glorificar a Dios y obtener el perdón de mi señor. Lo juro por mis hijas Sol y Elvira. 
Y, sin decir nada más, se puso en pie y sonrió al amanecer del nuevo día recordando la hermosura de su sueño.