2º B: CLASE DEL 27 DE ABRIL DE 2020

¡Buenos días!
Espero que hayáis pasado un buen puente. 
Nosotros seguimos con la lectura de El Cid en las clases de historia. Estábamos leyendo el capítulo de El destierro y, la semana pasada, habíamos visto ya que el Cid tenía que irse de su hogar, Vivar, dejando a su mujer y a sus hijas (doña Jimena, doña Elvira y doña Sol). Junto a un grupo de caballeros, comienza su viaje en el destierro, pasando primero por la ciudad de Burgos. Allí descubre que nadie le abre la puerta ni le despide. Extrañado, por fin encuentra a una niña que le dice que el propio rey, Alfonso VI, ha dado orden de que nadie le haga caso, ya que si no el castigo es la muerte. 
Vamos a ver qué le ocurre al Cid: 

La niña salió corriendo y se perdió tras una esquina después de que sus pies levantaran una pequeña nube de polvo. En la calle desierta, don Rodrigo sintió de pronto toda la amargura del destierro. Comprendió que se hallaba dolorosamente desgajado de su casa solariega. Lo habían separado de su hogar del mismo modo que el brazo se separa del cuerpo del guerrero cuando la espada lo corta a cercén; lo habían alejado de los suyos al igual que la espiga se aleja del tallo cuando el labriego siega el trigal. 
Babieca agitó el testuz y don Rodrigo apretó las espuelas contra sus ijares. 
- ¡Adelante, Álvar Fáñez! ¡En marcha, mis fieles! Y bendecid a Dios en vuestros corazones por habernos enviado estas calamidades, porque de esa manera nuestras almas se endurecerán como espadas forjadas al fuego. 
Solo cuando el señor de Vivar salió a galope de la ciudad, las ventanas y las puertas de Burgos se abrieron poco a poco y centenares de cabezas pesarosas se asomaron para ver partir a don Rodrigo. 
- ¡Qué grave error ha cometido el rey Alfonso! - murmuraban las gentes de la ciudad; y, al contemplar admirados la figura de don Rodrigo, añadían - ¡Qué buen vasallo sería... si tuviese un buen señor!
Como no había en Burgos nadie que se atreviera a cobijarlo bajo su techo, aquella noche don Rodrigo acampó en la ribera del río y envió a algunos de sus hombres a cazar conejos y pescar peces para la cena. "¿Habré de vivir el resto de mis días de este modo tan mezquino?", se preguntó el caballero, "¿acaso no podré ofrecerles nada mejor a quienes me han demostrado su lealtad?". Álvar Fáñez prefirió no acercarse a su señor, y permaneció en silencio, porque comprendió que de nada servirían aquella noche unas palabras de consuelo. Sabía que el corazón de don Rodrigo rebosaba de dolor y angustia, y que su pensamiento estaba puesto en el recuerdo de doña Jimena y de sus pequeñas hijas.