2º B: CLASE DEL 22 DE ABRIL DE 2020

¡Buenos días!
Seguimos con la lectura de El Cid. Estábamos leyendo el capítulo del destierro y, el pasado lunes, habíamos leído el momento en que Rodrigo Díaz de Vivar abandona su hogar. Antes, se asegura de que el abad, don Sancho, pueda encargarse de sus hijas (doña Elvira y doña Sol). Vamos a ver qué ocurre ahora que ya comienza su marcha: 


La ciudad de Burgos se encontraba muy cerca de Vivar, y en ella todo el mundo conocía muy bien a don Rodrigo. Sus habitantes habían visto cientos de veces el rostro largo y enjuto del caballero y sus ojos entornados contra el fulgor del llano como los de un marinero ante el resplandor del mar. Sin embargo, las puertas de todas las casas de Burgos permanecieron cerradas a cal y canto al paso de don Rodrigo y de sus hombres. No había ni un alma en las calles polvorientas, y nadie se asomaba a las ventanas. El silencio sepulcral de la ciudad solo se rompía a veces por el ladrido triste de un perro o el rumor de las ropas recién lavadas que flameaban en algún tendedero. 
- ¿Pero qué ocurre aquí? - exclamó don Rodrigo. 
Nadie respondió: la voz del caballero se elevó por los aires y volvió a caer como un pájaro herido sin que nadie quisiera escucharla. Don Rodrigo se volvió hacia el amigo en quien más confiaba y le dijo: 
- ¡Corren malos tiempos, mi querido Álvaro! ¿Acaso una ciudad puede morir de la noche a la mañana, como un árbol helado por la escarcha?
Tan intrigado como don Rodrigo, Álvar Fáñez no respondió. Espoleó su pequeña yegua ruana calle arriba y calle abajo, gritando hacia las ventanas: 
- ¡Eh, abrid! ¿No hay nadie ahí? ¡Tened un poco de consideración! ¡Demostrad vuestra hospitalidad! ¿Es que no hay en esta ciudad quien quiera decir adiós al señor de Vivar y venderle de paso una hogaza de pan para su viaje?
A la vista de que nadie respondía, don Rodrigo le dijo a Álvar Fáñez: 
- Vamos a casa del molinero. Es amigo mío y seguro que nos proporcionará pienso para las caballerías. 
Pero la puerta del almacén estaba atrancada y los postigos de las ventanas se encontraban cerrados como los ojos de quien duerme. Don Rodrigo distinguió un rumor de pasos en el interior y perdió la paciencia. Avanzó a caballo hacia la puerta y la golpeó con las botas sin quitarse las espuelas. A la segunda sacudida, la rodaja de una de ellas cayó al suelo como una estrella fugaz; de pronto, como surgida de la nada, apareció una muchachita que recogió la espuela y la colocó en la mano abierta de don Rodrigo. En el rostro de la niña no se dibujó ninguna sonrisa, y sus ojos miraron con desconfianza a derecha e izquierda como un ladrón que teme ser descubierto en flagrante delito. 
- Muchas gracias, pequeña - dijo don Rodrigo -. Dime, ¿acaso estás sola en esta gran ciudad? ¿Es que nadie salvo tú se atreve a saludarme y a ofrecerme su amistad?
La pequeña se estrujó el delantal con ambas manos y, cuando al fin se dispuso a hablar, las palabras surgieron de su boca a borbotones, como el agua que brota de una fuente: 
- El rey mandó ayer una orden sellada - dijo -. Nadie debe hablar contigo ni ayudarte ni darte cobijo ni ofrecerte comida o bebida, ni siquiera paja para tus caballos. El rey envió esa orden. A quienquiera que te abra sus puertas le quitarán su casa, le arrancarán los ojos, le cortarán la cabeza y su cuerpo será enterrado fuera del seno de la Iglesia y sin funeral. Lo siento mucho, caballero don Rodrigo, ¡lo siento mucho!